África: el problema de la salud más allá de las epidemias

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Frédéric Le Marcis es antropólogo y se interesa por las respuestas que aporta el sistema carcelario, de diferentes países africanos, frente a las epidemias. Actualmente, vive y trabaja en Guinea, donde dirige un programa de investigación sobre la epidemia del Covid-19.

La salud en prisión sigue siendo el pariente pobre del sistema penitenciario. Por falta de un planteamiento sanitario integral, las personas privadas de libertad tienen que depender de sus familiares, ONG y programas internacionales para obtener los tratamientos médicos que necesitan.

Las enfermerías de los centros penitenciarios ─cuando existen─ rara vez se integran en el sistema de salud general; a las administraciones penitenciarias les cuesta cubrir las necesidades vitales de los reclusos; las carencias alimentarias son frecuentes, las enfermedades de la piel recurrentes; y las personas privadas de libertad dependen a menudo de la ayuda financiera de sus familiares y de las ONG para acceder a los tratamientos. Estas dificultades, que ha puesto de manifiesto la pandemia de COVID-19, no son recientes, sino que se suman al problema de la falta de reconocimiento de la población carcelaria como parte de la sociedad y a la reticencia de los Estados para ofrecer a estas personas lo que no ofrecen a la población general.

“La casa de los infames”

En África, el encarcelamiento se asemeja a una forma de destierro, un castigo muy común durante la época precolonial, como lo sugieren algunos de los nombres locales que se atribuyen a la prisión: diéboudou (“la casa de los infames”), en Beté, centro oeste de la Côte d’Ivoire, Bi soua (“la casa de los desechos”), en Agni, centro-este, sudeste, noreste y este de la Cote d’Ivoire. En la esfera política, la falta de reconocimiento de los reclusos como parte de la sociedad se traduce en una falta de programas encaminados a la mejora de sus condiciones de vida (atención médica, alimentación, sobrepoblación, agua y saneamiento).

En el ámbito carcelario, el estatus del personal sanitario, que varía, por ejemplo, en función del país y la ubicación de los centros (en medio urbano o rural) refleja la falta de interés de los Estados con respecto a la salud de las personas privadas de libertad. En algunos casos, el personal sanitario de las prisiones es competencia del Ministerio de Justicia ─lo que pone en evidencia que la seguridad prima sobre la salud─ y, en otros, del Ministerio de la Salud ─pero su gestión se delega y el personal no se toma en cuenta para las supervisiones ni las formaciones─.

Una tormenta perfecta

Las circunstancias de los reclusos y los riesgos de contaminación en las prisiones favorecen la elevada prevalencia de VIH y del VHC. La confluencia del entorno carcelario con las epidemias (VIH, hepatitis C y tuberculosis) forman una tormenta perfecta (perfect storm[1]), a la que vino a sumarse la epidemia de SArS-COv-2, que, una vez declarada, se propagó fácilmente debido a tres factores principales:

  • la dificultad para realizar pruebas masivas y rápidas a toda la población carcelaria e identificar las comorbilidades;
  • la imposibilidad material de proteger a las personas debido a la sobrepoblación y a la falta de equipo médico y personal sanitario; y
  • la incapacidad de aislar a las personas contagiadas por falta de celdas destinadas para este propósito.

Las dificultades para hacer frente a la pandemia se derivan de las particularidades del sistema de salud penitenciario, en general. No es de extrañar que las medidas adoptadas pretendieran únicamente frenar la epidemia en lugar de abordar, de manera durable, el problema de la atención sanitaria y de los derechos de las personas privadas de libertad.

La salud más allá de las epidemias

Las características estructurales y geográficas de las prisiones, así como la facultad de actuar que tienen los reclusos, determinan la manera en que las personas, ya sean hombres o mujeres, jóvenes o viejos, ricos o pobres, afrontan su problema de salud. Dichas características generan desigualdades tanto en la forma en que cada persona vive su enfermedad como en el acceso a la atención sanitaria. El hecho de reconocer estos factores determinantes implica considerar la integración de la higiene y la salud dentro un sistema complejo y desigual en términos de recursos y poder. Para las personas privadas de libertad, el acceso a la salud conlleva aprender a lidiar con la jerarquía carcelaria y ajustarse a una cantidad de marcos normativos, en los que el valor de la salud es relativo. En prisión, la salud es a la vez un bien común, un derecho universal, un recurso para el jefe de módulo que realiza la lista de personas enfermas, una manera de conseguir los favores del funcionario de prisiones que autoriza las salidas, un medio para salir al patio principal de la prisión a tomar el aire o a hacer alguna transacción.

Brindar cobertura sanitaria a toda la población carcelaria resulta crucial para proteger a la población general (ODD)[2]. No hay que olvidar que los reclusos regresan a las comunidades una vez que recuperan su libertad y que el personal penitenciario entra y sale de las instalaciones, lo que convierte a las prisiones en lugares de circulación.

Desde el punto de vista de los reclusos, los problemas de salud revelan otra faceta que no suele incluirse en los programas sanitarios que se instauran en el sistema penitenciario: las personas privadas de libertad presentan a menudo síntomas de beriberi debido a la mala calidad de los alimentos que distribuye la administración penitenciaria; en Burkina Faso, “el importe diario destinado a la compra de víveres y condimentos, así como a su preparación, es de alrededor 165 CFA [apróx. 0,30 dólar] por recluso”; las personas privadas de libertad dependen, en gran medida, de los alimentos que les envían sus familiares; la insalubridad de las instalaciones, la falta de higiene o los problemas mentales provocan otras enfermedades que, al no suponer un riesgo de epidemia, no se tienen en cuenta en los programas sanitarios internacionales.

Seguridad y salud: dos lógicas paralelas del sistema penitenciario

Los organismos internacionales ponen a disposición fondos para mejorar el funcionamiento de la justicia y reforzar el Estado de derecho, sobre todo, en los países de la franja saheliana, que experimentan una inflación de su población carcelaria debido a la intensificación de la lucha contra el terrorismo, y en los que la población no confía ni en el Estado ni en sus élites. Sin embargo, estas intervenciones en materia de salud, así como aquellas relativas a la seguridad y al Estado de derecho suelen hacerse de manera separada, por lo que sería conveniente concertarlas.

La consideración de las necesidades básicas de las personas privadas de libertad es una prueba de la calidad del contrato social implícito de derechos y deberes que vincula al Estado con los ciudadanos ─como, por ejemplo, el respeto de la duración de la prisión preventiva─.

Si bien la prisión debería servir para restablecer dicho contrato entre los ciudadanos y la sociedad, esta se ha convertido más bien en una forma de negación de los derechos. Por lo tanto, es necesario abogar ante la población general para que la salud y los derechos de las personas privadas de libertad se conviertan en un objetivo legítimo y que, a la luz de las cuestiones que han puesto de manifiesto las epidemias, la salud se aborde como un asunto general, sanitario y de derechos.  

Traducido por Diana Girón


[1] Altice FL, Azbel L, Stone J, Brooks-Pollock E, Smyrnov P, Dvoriak S, Taxman FS, El-Bassel N, Martin NK, Booth R, Stöver H, Dolan K, Vickerman P. « The perfect storm: incarceration and the high-risk environment perpetuating transmission of HIV, hepatitis C virus, and tuberculosis in Eastern Europe and Central Asia », *Lancet*. 2016 Sep17;388(10050):1228-48. doi : 10.1016/S0140-6736(16)30856-X.Epub 2016 Jul 14. PMID: 27427455; PMCID: PMC5087988
[2] ODD: uno de los objetivos de desarrollo durable en materia de salud [19]