Acabar con las desigualdades estructurales del fallido sistema sanitario penitenciario de Estados Unidos

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Homer Venters es médico y epidemiólogo y su trabajo abarca la reclusión, la salud y los derechos humanos. El doctor Venters fue nombrado, hace poco, miembro del grupo de trabajo Health Equity Task Force creado por la administración Biden-Harris. Desde abril de 2020, se ha concentrado en las medidas adoptadas en los distintos tipos de prisiones y centros de reclusión de inmigrantes para responder a la COVID-19. Anteriormente, fue el responsable médico del departamento de atención sanitaria de los servicios penitenciarios de la Ciudad de Nueva York y escribió el libro Life and Death in Rikers Island ("Vida y muerte en Rikers Island"). También trabajó en organizaciones sin ánimo de lucro, en las que ocupó los cargos de director de programas para Physicians for Human Rights ("Médicos para los Derechos Humanos") y de presidente de Community Oriented Correctional Health Service ("Servicio sanitario penitenciario comunitario"). El doctor Venters es profesor clínico asociado en la facultad de Salud Pública Global de la Universidad de Nueva York.

Dr. Venters comenta los problemas del sistema de salud de las prisiones en los Estados Unidos y las maneras de abordarlos. 

En gran parte de los Estados Unidos se están debatiendo las consecuencias del encarcelamiento masivo, así como sus alternativas. Sin embargo, de forma general, siguen sin revelarse las maneras en las que la reclusión afecta a la salud. En Estados Unidos, se suele recurrir al sistema de justicia penal para dar respuesta a los problemas de salud pública, tales como el consumo de sustancias o los trastornos mentales, lo que afecta principalmente a las personas de las minorías étnicas y a aquellas con menos recursos económicos. Este enfoque obstaculiza las políticas de atención sanitaria basada en la evidencia y refuerza las desigualdades raciales y económicas. Además, el propio encarcelamiento supone nuevos riesgos para la salud que acentúan las desigualdades en lo que se refiere a morbilidad y mortalidad y que provocan considerables daños que se dejan sin evaluar ni tratar. Estos nuevos riesgos para la salud incluyen la negligencia médica, el abuso físico y sexual y, desde hace poco, la infección por COVID-19.

Para eliminar estas desigualdades habría que despenalizar el consumo de sustancias y las enfermedades mentales, así como mejorar la transparencia y la calidad de la atención sanitaria en reclusión. La falta de homogeneidad entre estados en lo que se refiere a las reformas del sistema de justicia, los incentivos económicos vinculados al encarcelamiento masivo y al sistema punitivo, la reticencia general a tratar el racismo estructural y la falta de implicación de las organizaciones de salud pública en la atención sanitaria de las personas privadas de libertad representan algunos de los principales obstáculos para la puesta en práctica de dichas reformas.

Disociar el consumo de sustancias y las enfermedades mentales del sistema de justicia

Algunas políticas, entre ellas la "guerra contra las drogas", han dado lugar al encarcelamiento de un porcentaje desproporcionado de personas de minorías étnicas y con trastornos mentales o problemas de conducta. Estados Unidos cuenta con 3000 cárceles y 2000 prisiones en las que hay un número excesivo de personas con problemas de consumo de drogas y trastornos mentales que que rara vez reciben la atención sanitaria que necesitan. El suicidio es la primera causa de mortalidad en las cárceles del país. Además, pocos centros penitenciarios ofrecen tratamientos basados en la evidencia para las enfermedades vinculadas al consumo de opiáceos, que han alcanzado niveles de epidemia en Estados Unidos. Cuando una persona que sufre de trastornos mentales tiene una crisis, demasiado a menudo, la única reacción de las prisiones es internarla en una celda de aislamiento.

Muchos Gobiernos locales y estatales han constituido juzgados especiales para crear una trayectoria alternativa que implique el tratamiento de dichas personas. Sin embargo, esos programas se ponen en práctica en el contexto de la justicia y pocas veces disponen de todos los tratamientos necesarios. Además, incluyen muchos detonantes (triggers) que provocan que se perpetúe el ciclo del encarcelamiento como respuesta a los trastornos mentales.

Acabar con las desigualdades étnicas, sanitarias y de edad en la población carcelaria de Estados Unidos

En ciertas comunidades, las personas que sufren una crisis de conducta debida a un trastorno mental reciben atención sanitaria, mientras que, en las comunidades racializadas o con fuerte presencia policial, esa misma crisis será gestionada por agentes armados de las fuerzas policiales. Este es un claro ejemplo del racismo estructural del sistema de atención sanitaria de Estados Unidos.

Las desigualdades en la atención sanitaria producen muchas consecuencias negativas, entre otras, las lesiones o incluso la muerte durante las operaciones de las fuerzas del orden. A posteriori también tienen otras implicaciones significativas, tales como menores oportunidades de obtener tratamiento o de recuperarse de las lesiones y mayores posibilidades de ingresar (o volver a ingresar) en prisión. Algunas comunidades están creando equipos independientes de las fuerzas de la ley para intervenir durante los episodios críticos de las personas que sufren de trastornos mentales y proponer una alternativa de tratamiento para los casos en los que todavía no exista ninguno[1].

También existe una corriente que aboga por una reforma de las penas de prisión obligatorias y excesivas que han llevado a un envejecimiento muy rápido de la población penitenciaria en las prisiones de EE. UU., lo que agrava significativamente los problemas relacionados con el estado de salud de los internos y la insuficiente atención sanitaria que reciben. La COVID-19 ha permitido que muchas personas que no conocían el problema hayan entendido las consecuencias devastadoras de la reclusión sobre la salud, especialmente para los 2,3 millones de personas privadas de libertad que envejecen en prisión. En Florida, las muertes por COVID-19 redujeron 4 años la esperanza de vida global de los reclusos estatales[2].

Si, con mayor frecuencia, se permitiera a las personas esperar su juicio en libertad, sería más fácil seguir brindándoles tratamiento para sus problemas de salud físicos o mentales dentro de sus comunidades. Aunque aún no haya empezado a aplicarse, en el entorno penitenciario ya se reconoce que la atención sanitaria basada en la evidencia es necesaria para tratar el consumo de sustancias. Este cambio se ha visto impulsado por la opinión pública que milita cada vez más por que se tomen medidas para acabar con las muertes por sobredosis de opiáceos que se producen en el país, así como por varios juicios que los sistemas penitenciarios perdieron por no haber proporcionado este tipo de tratamiento. 

La importancia de los datos para evaluar los resultados sanitarios de la población carcelaria en Estados Unidos

Para los centros de control de enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), la agencia de salud pública de Estados Unidos, es imperativo crear una Oficina de Salud Penitenciaria que controle la atención sanitaria y el resultado de esta en todos los centros penitenciarios, así como en los establecimientos de detención de inmigrantes. También es fundamental que el Departamento de Salud de cada estado haga lo mismo.

En la actualidad, Estados Unidos no cuenta con un plan nacional que estudie o monitoree la salud en los centros de reclusión; incluso los datos sobre el número de muertes en prisión se remontan a 2016. El CDC y nuestros Departamentos de Salud estatales, que se han comprometido a tratar el racismo como un problema de salud pública, tienen que implicarse en la salud de las personas privadas de libertad.

Entre las últimas recomendaciones que proporcionó al presidente Biden, el grupo de trabajo Health Equity Task Force defendió que se incluyeran a las personas en reclusión en los datos nacionales que recogen las consecuencias sanitarias de la COVID-19[3]. Si podemos conseguir que esto se haga, podremos construir un sistema de vigilancia sanitaria que, en lugar de excluirlas, incluya a las personas en esos entornos. La monitorización de la atención sanitaria y de las consecuencias sobre el estado de salud de las personas privadas de libertad no es una etapa que se limite a mejorar la atención sanitaria en prisión. Es un paso fundamental para mostrar al público, a nuestros sistemas sanitarios comunitarios y a las compañías aseguradoras, los efectos dañinos que el encarcelamiento ejerce sobre la salud. También demostrará en qué medida proporcionar tratamiento para dar respuesta a los problemas de salud es fundamental si el objetivo es acabar con el racismo en lo que se refiere a la atención sanitaria.

Traducido por Lina Moreno, revisado por Diana Girón