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Ashley Nellis es analista principal de investigación en The Sentencing Project, una ONG que promueve activamente la reforma de las prácticas y la legislación en materia de cadena perpetua. En este artículo, Ashley analiza el uso generalizado de esta pena en Estados Unidos y pide que se adopten enfoques más audaces en el contexto de la reforma.
En 1996, en el estado de Wisconsin, Clarence Givens fue condenado a 110 años de prisión por haber vendido menos de tres gramos de heroína a un informante encubierto. Debido a sus antecedentes penales, por delitos no violentos, el fiscal tenía autoridad para aplicar la ley estatal relativa a la reincidencia, que permite aumentar años a la pena, con base en condenas previas, independientemente de la gravedad del último delito. El juez de ejecución penal se refirió a Givens como un “mercader genocida de la muerte” y le advirtió a él y a otras personas que no esperaran “indulgencia por parte de los tribunales si su mala conducta persistía”. El juez afirmó que pretendía que todos aquellos que intentaban criar a sus hijos en barrios en los que imperaba la violencia y las drogas supieran que la Justicia trataría con mano dura a los que destruyen la esencia de sus barrios”.
A pesar de esta retórica altisonante, no existen pruebas de que condenar a Givens a 110 años de prisión lograra disuadir a otros o mantener la seguridad de la comunidad. Un estudio realizado mucho antes de que se pronunciara esta sentencia reveló que, mientras haya demanda de drogas, el vendedor alejado de la comunidad mediante el encarcelamiento, con frecuencia, se sustituye por otro[i].
Aumento exponencial de las personas condenadas a cadena perpetua
A principios de los años 70, antes de que se afianzara la era del encarcelamiento masivo en Estados Unidos, el número de personas privadas de libertad era inferior a 200 000. En la actualidad, la población carcelaria se eleva a 1,4 millones[ii], con más de 200 000 personas condenadas a cadena perpetua ─uno de cada siete reclusos─. Lo que significa que el número de personas condenadas a esta pena sobrepasa el número de personas condenadas a todo tipo de pena en 1970. Comparado con 1984, hoy en día, casi cinco veces más personas están cumpliendo cadena perpetua, un ritmo de crecimiento que ha superado incluso el de la población carcelaria general durante el mismo periodo.
El uso común de la cadena perpetua contradice las estrategias eficaces en materia de seguridad pública, exacerba las ya extremas injusticias raciales del sistema de justicia penal, y ejemplifica las graves consecuencias del encarcelamiento masivo.
¿Por nuestra seguridad?
En 2020, obtuvimos datos oficiales de los centros penitenciarios de todos los estados y de la Oficina Federal de Prisiones (*Federal Bureau of Prison*) para elaborar nuestro quinto censo nacional sobre la cadena perpetua. Los resultados revelaron que el enfoque de la administración penitenciaria está profundamente arraigado en la exclusión permanente y no en la reinserción de las personas que han cometido actos violentos.
Los cambios en la legislación, la política y la práctica, que han alargado las condenas y limitado la libertad condicional, han provocado también la incesante expansión de la cadena perpetua en las últimas décadas. Cuando el país adoptó sus políticas más punitivas, entre ellas el uso desmedido de la cadena perpetua, ya se había comenzado a observar una reducción de la violencia, un fenómeno que se sigue observando hoy en día. Las políticas promulgadas para responder a los temores de la sociedad con respecto a la delincuencia ─a menudo basados en historias sensacionalistas de los medios de comunicación y no en la prevalencia real de los delitos violentos en la mayoría de las comunidades─ han dado lugar al incremento de la cadena perpetua y a la inflexibilidad de nuestro sistema de justicia penal.
Si bien el debate sobre la utilidad de las penas de larga duración suele terminar haciendo mención de los delitos violentos, sabemos que la cadena perpetua no garantiza nuestra seguridad. Al llegar a una edad avanzada, la inmensa mayoría de las personas "desisten" de su conducta delictiva. Sin embargo, las penas de prisión de larga duración siguen reteniendo a los individuos mucho tiempo después de que el riesgo criminogénico sea mínimo. En nuestro último estudio, observamos que el 30% de la población condenada a cadena perpetua tiene 55 años o más.
Disparidades étnicas y raciales
También hemos observado que las disparidades étnicas y raciales plagan el sistema de justicia penal, desde el momento del arresto hasta el juicio, y son aún más pronunciadas entre los que cumplen cadena perpetua: uno de cada cinco hombres negros encarcelados cumple cadena perpetua, y dos tercios de los que cumplen cadena perpetua son personas de color. Una gran cantidad de estudios ha revelado que la raza y el origen étnico influyen en la severidad de las sentencias. Las elevadas tasas de encarcelamiento de negros y latinos se deben, en parte, a la mayor participación de estas comunidades en delitos violentos, pero se ven exacerbadas por las consecuencias dispares, en términos raciales, de la política de imposición de sentencias de mano dura iniciada en las décadas de 1980 y 1990.
Las comunidades con escasos recursos, objeto de castigos excesivos, necesitan soluciones basadas en pruebas que ataquen el delito desde la raíz. Las inversiones públicas destinadas a apoyar a los jóvenes, garantizar el acceso a la atención médica y a la salud mental, ampliar las oportunidades de empleo, con un salario digno, y ofrecer viviendas asequibles, supondrían un mejor uso de los recursos que el encarcelamiento de por vida. Prolongar la duración de las penas de prisión no garantiza en lo más mínimo la seguridad pública, pero sí priva a las comunidades en dificultad de los recursos necesarios para erradicar la violencia en primer lugar.
Eliminar las sentencias excesivas
Cada vez hay más conciencia de que el encarcelamiento masivo se debe a un mayor uso de la prisión y no a las tendencias delictivas. A pesar de ello, muchas propuestas de reforma penal no abordan de frente esta cuestión y solo favorecen los cambios encaminados a reducir las penas por delitos menores y no violentos porque son menos controvertidos. Este énfasis ha tenido la consecuencia involuntaria de legitimar aún más la utilidad de las penas de larga duración.
Para invertir el curso del incremento de las penas de prisión, que se ha venido observando desde hace cuarenta años, hemos formulado cuatro propuestas específicas y audaces relativas a la cadena perpetua. En primer lugar, proponemos que se eliminen las penas de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Si bien esta pena es inadmisible en muchos países por razones humanitarias, en Estados Unidos se aplica cada vez más. La cadena perpetua, al igual que otras penas demasiado severas, tiene un efecto de anclaje en las penas inferiores, que también resultan excesivas. Nuestra segunda recomendación es reducir la cadena perpetua a un periodo mínimo de 20 años (y que la mayoría de las penas requiera un periodo más corto en prisión). Nuestra tercera recomendación es que se revisen los criterios de las Juntas de Libertad Condicional y los mecanismos de libertad condicional para que se estudien los casos en función de la peligrosidad potencial de los individuos y no de los delitos por los que han sido condenados ─como se hace ahora─. Por último, pedimos que se reoriente la participación de las víctimas y se centre en el principio de sanación tanto para la víctima como para el agresor.